domingo, 27 de noviembre de 2011

guadalupanismo y barroco, de bolívar echeverría

de bolivar echeverría, guadalupanismo y barroco:

los historiadores de la vida cotidiana prefieren cada vez más una historia indiciaria, desconfiada de los documentos y descifradora de huellas, porque una y otra vez se topan con una discrepancia que no tiene nada de inocente entre lo que una época dice que es y lo que ella es en realidad, entre lo que ella pretende hacer formalmente y lo que ella hace en efecto, aunque lo haga informalmente. nadie pone en duda, por ejemplo, que la vida económica y política en los estados modernos es una vida profana, en la que la vigencia de lo sobrenatural, milagroso o sagrado, si no ha sido expulsada eliminada por completo, sí ha sido neutralizada o puesta entre paréntesis sistemáticamente. sólo ciertos indicios de un especial fetichismo llavaron a marx, en el siglo XIX, a develar la función central que cumple lo sobrenatural o milagroso en esa vida económica y lo profundamente religiosa (no a la manera arcaica sino de una manera moderna) que es la sociedad capitalista.

cuando el papa juan pablo II exclamó en uno de sus tantos viajes a méxico: “méxico, semper fidelis”, no hacía otra cosa que redundar en una verdad oficial mil veces documentable: la religión del pueblo mexicano es la católica, apostólica y romana. los dogmas de fé de esta religión, su doctrina, su ceremonial, su organización eclesial, tienen una vigencia y una vitalidad incuestionables, más allá de ciertos datos estadísticos alarmantes que puedan mostrarlos un tanto disminuidos. sin embargo, y sin necesidad de acudir a constatarlo el 12 de diciembre ante la basílica del tepeyac, el santuario de la virgen de guadalupe, es suficiente acercarse a los usos religiosos cotidianos de los creyentes católicos de méxico para distinguir no sólo una discrepancia sino una distancia muchas veces abismal entre lo que consta formalmente como el catolicismo mexicano -ese del que se congratulaba el papa- y el catolicismo que practican de manera informal pero efectiva los creyentes mexicanos.

como se ha repetido tantas veces, el catolicismo de los mexicanos es un catolicismo especial, un catolicismo no sólo “mariano” sino “guadalupano”, a lo que, si se mira bien, es indispensable añadir que lo su “guadalupano” de este catolicismo no parece traer consigo solamente una alteración superficial, idiosincrática y por tanto inofensiva del catolicismo dominante; no parece consistir solamente en un uso peculiar del código católico ortodoxo que pese a ciertas divergencias lo dejaría intacto, sino, por el contrario, en un uso del mismo que implica la introdución en él de fuertes rasgos de una “idolatría”, que no por vergonzante es menos substancial o radical, pues trae consigo la configuración de un catolicismo alternativo “que no se atreve a decir su nombre” (o al que no le conviene decirlo).

[...]

como es comprensible, la discusión en torno a la religiosidad guadalupana ha dado lugar no sólo en méxico a una inmensa producción de libros y artículos, a toda una copiosa bibliografía que llena y sigue llenando más y más anaqueles, bibliotecas enteras. quisiéra tocar aquí solamente dos de estos textos, el primero y el hasta ahora último de los más importantes en esta ya inabarcable literatura. me refiero al nican mopohua del indio del siglo XVI antonio valeriano [...]

siguiendo a miguel león portilla (p. 83), se puede decir que el nican mopohua presenta algo así como cuatro capítulos. el capítulo inicial relata el primer aparecimiento de la virgen maría al indio juan diego y reproduce los primeros diálogos entre los dos, en los que ella hace de él su mensajero para que transmita a las autoridades religiosas su deseo de tener un santuario en el cerro del tepeyac; cuenta además el fracaso de su primera gestión con zumárraga, el “gobernante de los sacerdotes”. el capítulo siguiente refiere el segundo encuentro de juan diego con la virgen don`e le comunica su fracaso, que él atribuye a la humildad de su persona, y le pide que envíe en lugar suyo a gente de valía y distinción, sólo para recibir de ella la orden de volver e insistir ante el prelado, puesto que su voluntad es que su embajador sea precisamente él, el indio humilde, y no otros de rango elevado. el tercer capítulo cuenta el segundo encuentro de juan diego con el obispo zumárraga y la exigencia que éste pone de una prueba del aparecimiento y la voluntad de la virgen; reproduce el tercer intercambio de la virgen con juan diego, al que, despues de reconfortar con la curación de su tío gravemente enfermo, envía nuevamente a san francisco portando la milagrosa prueba de unas flores imposibles. el último capítulo relata el cumplimiento de esta orden “y cuanto ocurre entonces en el palacio del prelado: los diálogos finales y el que se describe como desenlace, el portento de la imagen de la virgen, dejada por las flores en la tilma de juan diego.”

veinte años después de la caída de tenochtitlan, los indios habían renovado “en todo su esplendor idolátrico – escribe o’gorman (139)- la antiquísima costumbre de su periódico peregrinaje desde lejanas tierras al cerro del tepeyac”. pero era un peregrinaje que no lo hacían ya, como antes, para venerar a tonantzin sino para adorar a la virgen maría. ¿qué había sucedido? los indios habían sido convertidos o se habían convertido al cristianismo. a un cristianismo que ellos pretenden practicar de manera ortodoxa pero que no puede ocultar distintas supervivencias “idolátricas”.
 
el cristianismo puro, castizo u ortodoxo resultaba incompatible con la vida real de los indios, lo mismo en la ciudad que en el campo. adoptarlo implicaba, paradójicamente, ser rechazados inmediatamente por él, condenados al sufrimiento eterno como castigo por su inacapacidad de practicarlo adecuadamente. y es que, en efecto, esa vida real resultaba para ellos invivible sin el recurso a algún elemento técnico propio, sin un cultivo aunque sea de baja intensidad de los usos y costumbres ancestrales, sin la insistencia en un mínimo de identidad propia; insistencia que, a su vez, equivalía a una fidelidad recalcitrante a la “idolatría” y que llevaba así a un estado de pecado mortal. por otro lado, cerrando la pinza de un dilema dramático, deshacerse de ese mínimo identitario, convertirse en cristianos puros, implicaba para ellos algo así como una “sustitución del alma”, un hecho que sólo puede darse mediante el paso por un estado transitorio de “vacío de alma”, por una especie de muerte; implicaba un dejar de ser humano, un incapacitarse incluso para aceptar y adoptar libremente el cristianismo.

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